No cabe duda de que uno de los temas que más está sonando en los círculos laborales en los últimos años es el del denominado acoso moral en el trabajo, como consecuencia de la coincidencia en un breve lapso de tiempo de la publicación de unos informes y estudios científicos preocupantes, del dictado de alguna sentencia sugerente, y de la presentación de distintas iniciativas parlamentarias muy oportunas.
Es un tema de actualidad y un debate reciente, aunque se trata de una realidad bien conocida, que no necesita de muchas explicaciones. En el fondo, porque se trata de prácticas antiguas y muy comunes, generalizadas en las relaciones laborales en la empresa.
Es un concepto que se entiende bien, que suena a conocido, que sobre todo aporta el valor de su conceptuación unitaria, al incluir una pluralidad de actuaciones en una única conducta, que es la que resulta ofensiva e inaceptable.
Aunque todo sepamos de qué estamos hablando, la necesidad de una definición técnica y precisa de esta conducta es imprescindible para poder delimitar y aplicar un tratamiento jurídico adecuado de ésta.
En el debate en torno a esta figura se han manejado varias, algunas de ellas elaboradas en contextos no jurídicos, de la psicología y la sociología principalmente; los mismos tribunales han sido sensibles a estas definiciones, que han ido filtrándose a la práctica judicial. A falta de una en el Derecho español, podemos usar la contenida en el artículo 122.49 L del Code du Travail, introducida por la reciente reforma del Derecho francés operada por la Ley de Modernización Social de noviembre de 2001, que me parece muy acertada desde un punto de vista técnico: “ningún trabajador debe sufrir conductas repetidas de acoso moral que tengan por objeto o por efecto una degradación de sus condiciones de trabajo susceptible de poner en peligro sus derechos o su dignidad, de alterar su salud física o mental o de comprometer su futuro profesional”.
El acoso moral se califica por sus efectos, el producir un medio de trabajo hostil, intimidatorio para el trabajador que lo sufre; los medios para lograrlo son múltiples, como también lo son las personas capaces de producirlo. Las finalidades varían, desde la presión para expulsar de la empresa hasta la mera satisfacción morbosa del agresor.
La complejidad, variedad y relativa novedad del concepto se traduce en una cierta indefinición terminológica: se utilizan varias expresiones inglesas, como mobbing, bulling, bossing, o stalking; y entre las españolas destacan las de acoso moral, psicológico, medioambiental o psicosocial; y las de terror psicosocial o medioambiental.
La mayoría de las denominaciones españolas se basan en añadir calificativos al término acoso, como si fuera un tipo cualificado o específico de acoso. Esta forma de nombrar a estas prácticas de mobbing obedece a la necesidad de distinguirla de otra práctica con la que comparte el calificativo, el acoso sexual en el trabajo.
Se habla, así, de acoso moral y de acoso sexual, como de dos categorías diferentes y autónomas, en pie de igualdad. Esta relación no es, evidentemente, así. La relación, si existe, es de otro tipo, con el acoso sexual como un tipo o subespecie del acoso, cualificado por la finalidad o por los medios utilizados.
La distinción entre acoso moral y acoso sexual, y la denominación de una y otra, son consecuencia de una paradoja histórica, la aparición de la especie, el acoso sexual, antes que el género, el acoso moral.
Me refiero, por supuesto, a la identificación y calificación de estas prácticas como una figura unitaria, porque si algo no son es un fenómeno reciente. Y es que el acoso sexual ha tenido una particular evolución desde su catalogación en los años sesenta, que resulta interesante conocer para comprender la misma definición del acoso moral.
El acoso sexual, en la forma en que se define actualmente, presenta dos modalidades o alternativas: el chantaje sexual, el acoso de quid pro quo, en el que se presiona al trabajador para obtener determinados servicios sexuales; y el medio ambiente hostil. Históricamente se persiguió primero el chantaje sexual, y sólo mucho después se consideró que la imposición de un medio intimidatorio mediante comentarios de contenido sexual podía resultar también inaceptable, como una forma de hostigamiento.
Este segundo tipo resulta menos evidente, y aún hoy mucha gente no lo consideraría dentro de la categoría de acoso sexual. Sin embargo, es el que en la práctica ha tenido una mayor trascendencia y utilidad como instrumento para la defensa de los trabajadores frente a comportamientos abusivos.
La cosa ha ido poco más o menos así: del chantaje sexual -“estupro patronal”, en la añeja terminología española- se pasó a considerar inaceptables aquellas conductas tendentes a crear mediante comentarios, chistes, silbidos, exposición de imágenes o cualquier otra acción con un contenido sexual un medio ambiente que resultara intimidatorio y hostil para la persona afectada, atacando su libertad sexual y su sensibilidad.
Para defender éstas -el objeto de la prohibición del chantaje sexual-, se pasó a luchar también contra el acoso medioambiental de contenido sexual. Pues bien, una vez conceptuado el medio ambiente hostil como una práctica ofensiva para los trabajadores, el paso siguiente fue el de desligarlo del contenido sexual, porque en realidad el resultado es el mismo sea cual sea la técnica o el contenido del acoso.
Sea o no sea sexual, una conducta reiterada que coloca al trabajador en una situación irresistible es inaceptable por violar sus derechos fundamentales, apareciendo como una práctica pluriofensiva, contraria a Derecho y condenable desde cualquier punto de vista. De esta manera, del acoso sexual se pasó a definir los comportamientos tendentes a crear un medio ambiente hostil como una forma de acoso, aunque carecieran de contenido sexual.
Para distinguirlo, se hizo necesario añadirle un calificativo, como el de moral, psicosocial o medioambiental; pero no porque presentara estas características, sino principalmente para separarlo del sexual. En este contexto el calificativo que acompaña al término acoso no aporta gran cosa; lo de “moral” o “psicosocial” quiere decir más que otra cosa que no es una conducta con contenido sexual.
Si quisiéramos ser precisos, probablemente tendríamos que hablar de acoso o de hostigamiento, sin más. Porque de esto es de lo que se trata, de acosar u hostigar a un trabajador, de colocarle en una situación insoportable; los medios para hacerlo son variados, y en el fondo no son decisivos.
Habrá acoso sexual, intimidación física, abuso verbal, difamación, o una mezcla de todos ellos; lo decisivo es el efecto final, ese medio de trabajo insalubre, viciado, ese ataque a los derechos personales y profesionales del trabajador que caracteriza el hostigamiento. La utilidad del concepto de acoso como mecanismo de garantía de derechos no se queda en la noción de acoso moral.
Recientemente la Unión Europea ha aprobado una directiva sobre lucha contra la discriminación en el trabajo por una serie de razones, recogidas en el artículo 13 del Tratado de Roma, entre las que se encuentran la orientación sexual, la edad o la ideología del trabajador.
En esta directiva se acude a la técnica del acoso como mecanismo para prohibir determinadas conductas contrarias al derecho a la no discriminación de los trabajadores, afirmándose que el acoso constituirá discriminación “cuando se produzca un comportamiento no deseado relacionado con alguno de los motivos indicados en el artículo1 que tenga como objetivo o consecuencia atentar contra la dignidad de la persona y crear un entorno intimidatorio, hostil, degradante, humillante u ofensivo”.
La creación de un medio ambiente hostil como consecuencia de la presencia en la víctima de alguno de estos factores constituye una forma cualificada de discriminación. La equiparación acoso-discriminación, aceptada desde hace tiempo en el ámbito del acoso sexual, se extiende ahora a otras causas o motivos.
Podemos hablar entonces de un “acoso discriminatorio” como una nueva sub-especie dentro del género común del acoso.